EL ROMANCE DEL IGNACIO Y LA SAMANTHA
CAPÍTULO III
El día que el
Ignacio y la Samantha se conocieron estaba lluvioso y había granizado. –No
gracias, prefiero frutilla- dijo la
Samantha.
-Me dejaste
helado-, acotó su tío mientras contemplaba los tres kilos de crema del cielo y
los dos de dulce de leche que había en el congelador.
El tío de la Samantha era un gran bebedor. En una ocasión tuvo que ir al médico puesto que había comenzado a ver cucarachas en las paredes de su casa. El doctor le dijo que no dejara de tomar, pero que cambiara de marca de insecticida.
Cierta noche,
regresó a su hogar con perfume de mujer.
Fue allí que su esposa comenzó a
sospechar de él ya que al tío de la Samantha no le gustaba Al Pacino.
Además, tenía
problemas de eyaculación precoz. Diecisiete años antes de conocer a su novia,
él, ya había llegado al orgasmo. Cuando los presentaron, lo primero que ella le
dijo fue – egoísta-
Al Ignacio le
encantaba pasear. A menudo solía vérselo por la plaza. A los Parchis no, ellos
andaban por la zona del muelle.
Además, el
Ignacio adoraba mirar los aviones en su vuelo. Dos por tres, seis.
La Samantha ya no
creía en el amor.
Dura había sido
su decepción, después de los tres años de novia con el turco Mohamed, un día
ella la le pidió un beso y el turco le entregó dos monedas de cincuenta
centavos.
Durante el
carnaval todos le decían al turco – Mohamed, Turco, Mohamed a mí - -No, Mohamed
Alí- respondía el turco a lo que agregaba – la culpa la tuvo Fatmagül –
Después, el Turco
se iba a dar un baño mientras cantaba –vapor vos, para vos-
A veces, al Turco
lo confundían con Árabe y eso era turbante por demás.
La última vez que
el Turco se dio un baño turco no tenía toalla por lo que pasó por la carnicería
y se compró 35 kg. De mondongo en un pedazo.
Mientras esperaba
que le entregaran la mercadería le preguntó al carnicero -¿tiene vacío?- a lo
que el comerciante respondió con llanto compulsivo- .
-Está bien, está
bien- trató de consolarlo el turco dándole pequeños golpes en la espalda
mientras lo abrazaba a lo que el carnicero le respondió – está bien un cuerno,
lo único que me queda es una tapa de asado – sin contar el giro en el
temperamento del expendedor de carnes cuando el Turco le preguntó si tenía
falda.
El carnicero de
Ojo de Tormenta gozaba de una atracción peculiar, aunque él la utilizaba con
otros fines.
Las damas del
pueblo hablaban engolosinadas del lomo que tenía el hombre.
Los suspicaces,
que nunca faltan, decían que había hecho su fortuna a costillas de su esposa.
El que en
realidad había amasado su fortuna de esa manera era José, el panadero. Pero eso
es harina de otro costal. El día que la novia de José le pidió que le bajara la
luna él la conformó bajándole media luna, y salada, pero terminaron haciendo
buenas migas.
Pero esa es otra
historia.